15/8/08

Cuando me salgo de mis manos

Me he declarado misógina en algunas ocasiones. De hecho, no me gusta la asociación con mi género cuando veo mujeres tontas, manipuladoras, arpías, dramáticas, o aquellas que tienen el mundo a sus pies sólo porque saben administrar su belleza. Si, lo admito, algunas veces es envidia, otras, es rechazo puro.

No soy feminista militante ni mucho menos, sólo pido respeto, y no discriminación. Admito que a veces concuerdo con esa cadena de mails que rondaba en la que una mujer decía detestar a quiénes habían liderado el movimiento feminista, pues de lo contrario estaríamos horneando pasteles con la vida resuelta y no ocupándonos de la apariencia, el trabajo, las relaciones y etc. No soy de los extremos.

Con el tiempo he aprendido a vivir con mi condición de mujer y a disfrutar un poco de ella. Si alguna vez llegué al punto de ofenderme porque me ofrecieron la mano para salir de un auto, ahora me encanta encontrarme con caballeros que me tratan como a una princesa. Eso no me hace menos persona, ni menos mujer, y además se siente bien.

Lo que me sigue sorprendiendo de mi condición de género, sin duda son las malditas hormonas. No sólo se trata de que nos disminuyan la esperanza de vida por su accionar, ni de que envejezcamos más rápido por sus montañas rusas, sino que sean incontrolables a la razón y hagan desastres en nuestro comportamiento. Yo pensé que con los años, si bien me había resignado a no dominarlas, por lo menos podía identificar cuando se activaban, y así poner una alarma ante un comportamiento “demasiado femenino”.

Se trata de vivir con un enemigo interno que se despierta cada tanto, y cuando menos sospechas, te ataca. No obstante, me acostumbré a algunas de sus apariciones: estar un poco más irascible de lo normal, llorar con las películas o las canciones un poco más de lo normal, ser más sensible al frio y a los dolores corporales en general, ver a un niño en el bus y tener ganas de llorar, y cosas de ese tipo. Ataques cortos, certeros, que quizás produzcan unas lagrimitas, pero que en instantes se van.

Lo que no sabía es que el enemigo transmuta, cambia las estrategias y empieza a atacar a traición, sutilmente, sin agresión, casi con psicología inversa. Ahora se presenta como una especie de droga que me adormila la razón por largos espacios de tiempo, convirtiéndome temporalmente en otra persona, se entremete en los pensamientos y me hace pensar que mis razonamientos son claros y lúcidos. Incrementa la sensibilidad pero no la lleva a picos altos, sólo a los suficientes para que siga pensando que estoy en mis cinco sentidos afinados.
Después de unos días del ataque, comienza la resaca. Las lagunas de ser otra en mí se empiezan a aclarar, hay escenas de mujer en apuros, de niña asustada esperando el regaño del papá, de adolescente cobarde, de mujer empoderada (esas hasta me gustan). Por suerte, el efecto hormonal desaparece, la razón vuelve a acompañarme, intento lidiar con el desastre que hizo mi impostora y quedo advertida ante una nueva forma de ataque.

Entre tanto, me gustaría ser hombre, para sólo tener que enfrentar las resacas causadas por el exceso de alcohol, esas por lo menos se escogen.

1 comentario:

nat dijo...

Muy bueno este texto. Es cierto que es un tanto catastrófico esto de las hormonas, incontrolable y traicionero, como bien decís, pero al menos, sirven para echarle la culpa de casi todo!