15/8/08

Las trampas del exilio

Yo no soy refugiada política, no me fui del país porque me hubieran amenazado, ni porque me parecía insoportable la situación con la guerrilla, y si bien no estaba en el trabajo soñado ni había tantas oportunidades, la cosa hubiera sido soportable, así que tampoco fue ese el motivo. Me fui porque necesitaba saber que había otra forma posible de vivir y no sólo esos estándares colombianos tan constreñidores; simplemente porque necesitaba cambiar.

Siempre critiqué a quienes se fueron y volvieron rápidamente porque extrañaban la almojábana. Me ofendí profundamente cuando la esposa de Juan Pablo Montoya dijo que prefería la granadilla que conseguía en Miami al glamour de los palacios de Mónaco.
Tuve especial cuidado en no caer en la trampa patriotera del exilio, recordándome las razones de mi salida. Aunque no ha sido muy difícil, cada vez que me encuentro a un compatriota –con contadas excepciones- (escuchar el acento es suficiente), todo regurgita como una pesadilla y me alejo rápidamente, luego me siento tranquila por haber puesto tantos kilómetros de distancia.

Si bien he valorado algunas cosas que en Colombia se “hacen bien”, no he caído en la ola patriotera de olvidarme por qué era recurrente la frase “más futuro tiene Colombia”. Tampoco he caído en el extremo contrario, de hablar con sh en vez de y o ll, ni de che, o pretender ser más porteña que el tango (los argentinos dirían que el dulce de leche, pero que se aduzcan ese invento, es otra discusión). Es verdad, digo mirá vos, bancar, tacho y boludo de vez en cuando, pero es cuestión de adaptación y de gusto.

Creo que he estado atenta a esas trampas del exilio, pero hay más y las he descubierto poco a poco. La siguiente es el desconocimiento casi total de los códigos de este país, y a su vez que desconozcan los míos. Lo bueno, no existen los prejuicios, hay que conocer a la gente para juzgarla, esto en las dos vías. Lo malo, hay que llevarse chascos en el aprendizaje mientras se afina la técnica del descarte.

Otra más, jugar la carta de la desprotección y la soledad y luego creerse el juego. Cuando, como yo, se cae en un país sin un solo amigo, familiar o conocido, es obvio que el círculo social no existe. Si además, como yo, se es persona de pocos amigos y no muy sociable, esa situación no cambia mucho por más de que pase el tiempo. Si para completar, se tiene la suerte (todavía no sé si buena o mala) de caer en círculos (laborales o de estudio) extremadamente pequeños, las esperanzas de “tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar”, son nulas.

Los círculos sociales son los acaparadores del tiempo de las personas, además de sus tareas de la vida cotidiana. Lo que hace a una persona, como yo, increíblemente disponible. Yo no tengo sobrinos que visitar, cumpleaños de la abuela, almuerzos con la familia, día de la madre, del padre o del arquero, salidas con los amigos de infancia, salidas con los amigos de la universidad, baby showers, cumpleaños de la gente de la oficina, after office, bautizos, matrimonios, entierros, misas del año, novenas, etc. O sea, mi agenda es: mi trabajo, y las cosas que me guste incluir en ella (cine, fiestas, paseos, salidas con amigas, o encierro en mi apartamento), no dependo de nadie, no le consulto a nadie, sólo a mi voluntad y a mi capacidad adquisitiva.

¿Dónde está la trampa? El problema de estar disponible es que eso se vuelve sinónimo de necesitado, como si estuviera buscando quién le llene el tiempo. Resulta que uno que ha sido capaz de “bandearse” solo en un país extraño, de pronto se convierte en alguien que necesita ser rescatado, todo por falta de citas en la agenda. Lo peor viene cuando por la mirada del otro, uno termina creyéndoselo y por eso suscita invitaciones lastimeras para navidades, o miradas de condescendencia.

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